Por Uriel Ángel Pérez Márquez *
Cartagena es una ciudad llena de necesidades que deben ser atendidas por la Administración Distrital. A su vez, todos los mandatarios o representantes del gobierno -sobre todo cuando provienen del sector privado – sueñan con poder ejecutar los recursos y resolver los problemas de sus conciudadanos de manera ágil y eficiente.
Aquí es donde empieza el amargo e inevitable recorrido para lograr tales fines: la contratación estatal. Comprar una resma de papel o hacer una megaobra implica, en mayor o menor medida, transitar un tortuoso camino, con caídas y tropiezos, por la hiper-regulación que lo orienta, justificada si se tiene en cuenta que cada contrato se paga con los sagrados recursos públicos.
En las primeras estaciones, que resultan, a la sazón, las más sufridas, se debe identificar muy bien la necesidad y planear mucho mejor la forma de satisfacerla; la aplicación de complejas fórmulas financieras y técnicas que ayuden a establecer el valor razonable de la contratación, la descripción exhaustiva y rigurosa de los elementos que componen los bienes, productos o servicios a adquirir, donde, además, se debe contar con el concurso de un interdisciplinario grupo de expertos que muchas veces no trabajan al mismo ritmo y con el mismo compromiso, hace que sea un verdadero calvario cumplir con los compromisos de manera oportuna, como llevar un plato de comida a los grupos de especial atención, por ejemplo.
La cruz sigue a cuestas con la identificación de la forma más transparente y responsable de seleccionar al mejor contratista para esta religiosa tarea de cumplir el objetivo. Son muchos los que sienten el llamado y por esa misma razón utilizan todas las herramientas de la sana competencia para obtener el primer lugar, lo que puede implicar, muchas veces, hacer que el proceso se caiga o que algunos de sus intervinientes resulten irremediablemente crucificados por errores cometidos en el camino.
La anhelada bendición parece observarse a lo lejos con la celebración del contrato, pero no es más que la antesala de la estación más prolongada, la ejecución, donde cualquier cosa puede pasar: que la obra no se pueda ejecutar, que los bienes no se puedan entregar o que, por cosas del destino, los precios cambien y las cosas se compliquen. Sin duda, contratante y contratista se someten a riesgos enormes, incluso cuando tienen nobles intenciones. Así continúan las estaciones de este viacrucis, pasando por la liquidación y el seguimiento poscontractual a la estabilidad de la obra y a las vigencias de las garantías.
Lo que sí es cierto e indiscutible es que, penosamente, no todos los procesos contractuales están llamados a ver la luz de la resurrección, ya que muchos quedan condenados a la cruz para siempre. Al margen de eso, sin embargo, todos deben recorrer el penoso, largo y lento camino del sistema de compras públicas.
* Abogado, docente universitario. Twitter @cataroatento
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