
Por Federico Mora Restrepo *
“Los turistas aman a Cartagena, pero sin cartageneros”. La frase, repetida entre líderes de barrio y gestores culturales locales, se ha convertido en la síntesis más cruda del desarraigo que produce la turistificación. Resume la paradoja de un territorio que, mientras se abre al mundo, corre el riesgo de vaciarse por dentro.

El caso de Getsemaní es el espejo que anticipa lo que puede repetirse en otros barrios. En tres décadas perdió más del 90% de su población original. Las casas familiares que antes albergaban patios, talleres y memorias vecinales hoy funcionan como hostales, bares y alojamientos temporales. Lo que fue vida comunitaria se convirtió en un escenario para visitantes que llegan, consumen y se van. La memoria del barrio persiste más en los relatos turísticos que en las voces de quienes lo habitaron.
Ese vacío revela un error de lectura: el turismo suele tratar la ciudad como escenografía y no como territorio vivo. Y lo que ocurrió en Getsemaní empieza a insinuarse en la zona norte, donde florecen nuevos conjuntos residenciales concebidos para la expansión urbana.
En una asamblea de copropietarios, el entusiasmo por las rentas cortas era palpable. Quienes preguntamos por regulación, convivencia y logística fuimos vistos como opositores. Bastó con poner el tema sobre la mesa para que la asamblea se fracturara entre quienes veían una mina de oro y quienes temían por la tranquilidad vecinal. La historia amenaza con repetirse, solo que ahora en barrios recién fundados.
Aquí emerge el dilema: ¿qué ocurre cuando un barrio deja de ser hogar y se convierte en hotel? La promesa económica del turismo es innegable, pero la evidencia muestra que puede trastocar la convivencia, saturar servicios y poner en riesgo la permanencia de los residentes.
Getsemaní es la advertencia más clara; Torices también da señales, con el edificio Acualina como foco de conflictos por ruido, sobreocupación y deterioro en los servicios básicos. La pregunta no es abstracta: ¿serán los barrios del norte hogares para vivir o escenarios para alquilar?
El debate tampoco es exclusivo de Cartagena. Barcelona vivió la pérdida acelerada de residentes permanentes y reaccionó con regulaciones restrictivas cuando el daño ya era evidente. Sevilla experimentó la transformación de barrios tradicionales bajo la presión turística. Ámsterdam enfrentó demandas de vecinos contra el Ayuntamiento por permitir un volumen desbordado de alquileres. París impuso multas severas y límites estrictos a las plataformas digitales para proteger la vivienda asequible.
En junio de 2025, Palma de Mallorca, Barcelona y San Sebastián protagonizaron protestas masivas contra el turismo masivo. Pancartas como ‘Rich foreign property buyers go to hell‘ o ‘Vuestra riqueza es nuestra miseria’ buscaban incomodar directamente al visitante, estigmatizando al turista como figura disruptiva.
Movimientos como Menys Turisme, Més Vida y Bizilagunekin defendieron el “decrecimiento turístico” como política pública. Estas acciones muestran lo que pasa cuando las ciudades reaccionan tarde: la protesta se vuelve la única salida para recuperar la dignidad urbana.
Cartagena aún está en tiempo temprano. Pero las señales ya son visibles. El derecho a la vivienda digna, entendido como núcleo de cohesión social y espacio de identidad, se tensiona cuando la residencia se convierte en mercancía. Allí donde el hogar se transforma en inversión de corto plazo, lo que se pierde no es solo la tranquilidad de un barrio, sino la continuidad de una memoria compartida.
El Ministerio de Cultura entendió esta tensión en Getsemaní y, a través del IPCC, impulsó el Plan Especial de Salvaguardia Vida de Barrio, declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación. Este esfuerzo busca proteger la permanencia de los residentes, garantizar la vida comunitaria y defender el patrimonio inmaterial frente a la presión inmobiliaria. No es solo un gesto simbólico: es un recordatorio de que la cultura viva también es parte del atractivo turístico y debe privilegiarse.
Pero la ciudad necesita más que un plan cultural. La evidencia muestra que el mercado no puede corregir sus propios excesos. La saturación de servicios, los conflictos de convivencia y la presión sobre la vivienda son señales de fallas que la “mano invisible” de Adam Smith no logra resolver. Allí donde el mercado fracasa, corresponde a la institucionalidad actuar.
Una reacción oportuna sería que el Concejo Distrital asuma la discusión y acuerde medidas que protejan la cultura vecinal en el próximo Plan de Ordenamiento Territorial, en lugar de quedarse “muerto en el veneno”: viendo lo que ocurre, pero eligiendo la comodidad de no enfrentarlo.
No se trata de esperar soluciones desde Bogotá, sino de asumir responsabilidades locales antes de que el desarraigo se repita.
El reto es construir un modelo regulatorio que combine claridad legal, gestión logística y capacidad administrativa. No basta con normas; se necesita vigilancia efectiva, control de las plataformas digitales, límites al número de alojamientos y mecanismos de participación vecinal. Europa aprendió estas lecciones tarde y a la fuerza. Cartagena tiene todavía la ventaja del tiempo temprano.
La disyuntiva es clara: turismo o residencia no son opciones excluyentes, pero la convivencia solo será posible si el turismo se reconoce como actividad complementaria y subordinada al derecho a habitar.
En el fondo, lo que está en juego es si Cartagena seguirá siendo una ciudad habitada o si terminará convertida en un decorado vacío, iluminado para otros, pero sin alma propia.
Y aquí vuelve la frase que se escucha en reuniones comunitarias, en calles de barrios tradicionales y en voces de gestores culturales: “los turistas aman a Cartagena, pero sin cartageneros”.
No es un eslogan académico ni político, sino un grito que refleja la experiencia del desarraigo. Que no se convierta en epitafio, sino en advertencia. Porque la vida de barrio no es un obstáculo para el turismo; es, quizá, su mayor atractivo.
* Asesor en Transformación Digital, Gestión Pública e Innovación Organizacional
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