Por Horacio Cárcamo Álvarez *
A un amigo mexicano le preguntaba el otro día cómo había logrado su país convertirse en el destino turístico más apetecido en la América hispana (con 38 millones de turistas al año, según la Organización Mundial del Turismo -OMT) a pesar de su problema de narcotráfico, y también cómo hacían para que el turista lo percibiera como un país seguro y amable.
Me respondió que principalmente por dos cosas: por una economía narcotizada y por la amabilidad espontánea de los mexicanos, quienes son conscientes de la importancia de la industria del turismo, la cual ocupa un papel fundamental en el desarrollo y crecimiento económico del país.
En el país azteca la quimera de las revoluciones armadas quedó en la historia gloriosa de las luchas de Pancho Villa y Emiliano Zapata y sus victorias significativas del momento histórico, entre otras; y el fin de la dictadura de Porfirio Díaz y la promulgación de una nueva constitución sostenida en el trípode de la justicia social, la reforma agraria y los derechos laborales.
Hoy el Estado de México, como el de Colombia y parte de los Estados del mundo, resisten al problema del narcotráfico librando guerras contra las organizaciones criminales que, a la vez, luchan entre ellas por el control de la producción, distribución y comercialización de las drogas ilegales, así como contra las instituciones para cooptarlas, como sucede con la política.
A Colombia el fenómeno del narcotráfico la sorprendió con la irresolución del conflicto armado con unas guerrillas que se fueron envejeciendo, enmontadas, lejos de los cambios que experimentaba el mundo, un rezago que a la postre terminó poniéndolas más cerca de la orilla de traquetear y muy lejos de la perestroika y la glásnost. Pero el Estado tampoco fue muy diligente para cubrir sus déficits sociales originados por las desigualdades económicas, injusticias sociales, discriminación y falta de acceso a los mínimos básicos.
Durante todo el tiempo la sociedad colombiana, incluida su dirigencia, fue indiferente frente a la guerra que se libraba contra las guerrillas. Las montañas estaban lejos y eso le imposibilitaba escuchar el ruido ensordecedor del galil, y más aún: ver en los rostros inocentes de las víctimas la dureza de la violencia.
Y sucedió lo que no se previó: guerrillas y paramilitares, dueños de ejércitos curtidos en el combate con el dinero infinito del narcotráfico y el control territorial, desafían al Estado con las armas mientras permean todas sus instituciones. Con ellos un proceso de paz casi que se torna imposible por las razones más obvias. Las primeras perdieron la causa ideológica o política y los segundos nunca la tuvieron, y a ninguno de los dos parece fácil someterlos a través de las armas.
La paz está instituida en nuestra Constitución Política como un bien de orden moral y político que reconoce que todas las personas tienen el derecho fundamental a vivir en un ambiente de paz y seguridad. Esta valoración del Derecho convierte en un deber moral para los gobiernos, particularmente para aquellos de filosofía liberal, explorar acuerdos de paz con actores armados e implementar programas y políticas que reduzcan la desigualdad social y económica y abordar las causas subyacentes de los conflictos.
Pero la paz se encuentra encabritada en el país, porque los actores irregulares del conflicto se perdieron en la manigua del narcotráfico y porque cuando acuden a las mesas de diálogos lo hacen como una estrategia de fortalecimiento militar o con el pretexto de un reconocimiento político.
* Abogado, con especialización en Gestión de Entidades Territoriales y en Desarrollo Social; exdirector Territorial para Bolívar del Ministerio del Trabajo. Doctrinante.
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