Por Juan Carlos Cabarcas Muñiz *
El sonoro episodio de una mujer reclamando sus acreencias laborales en una tienda de un reconocido empresario en Colombia -Jon Sonen – nuevamente confirma y revela el poder de las redes.
Quien sabe y aprende a usarlas -las redes sociales – logra cambiar y crear realidades con efectos reales en el imaginario social. ¿Es una ventaja de la modernidad? Creo, sin ambages, que sí.
Todos somos beneficiarios de ellas. Así como fuimos y somos beneficiarios de la revolución industrial. Y también somos víctimas de ambas. Pero víctimas complacidas y gozosas de serlo. Estamos atrapados en ellas, somos prisioneros felices de nuestro verdugo tecnológico e industrial. Nos encanta serlo. Somos prisioneros en libertad. Nos sentimos libres estando en cautiverio de ellas.
Pero, como todo en nosotros, apartamos un espacio para quejarnos y dolernos de aquello que nos sirve y disimulamos sus bondades para criticarlo, así sea por un momento o motivo especial escogido, también cuidadosamente.
Se ha dicho que la fotografía o el daguerrotipo es un desafío al olvido y cuando preferimos esto último no hay fotos ni videos; todo se lo confiamos única y exclusivamente a la memoria que todo lo olvida y deforma.
Pero cuando queremos y deseamos lo contrario nos acomodamos para el recuerdo perenne y perpetuo y hasta fingimos la mejor sonrisa y sacamos nuestra mejor pose y ángulo para que la imagen de la realidad –que queremos – sea lo más perfecta posible para nuestro gusto y el de todos.
Aquello, sin contar los ensayos –o premeditación – de la realidad que queremos entregar a las hipnóticas y apodícticas redes que de sociales solo tienen esa muletilla retorica, al igual que el llamado “estado de Derecho” como prefiero llamarlo a secas y a la brava.
Las redes no están sometidas a verificación, no tienen el “control previo” que ejerce un organismo fiscal del Estado cuando ya todo es posterior al hecho y al desfalco económico y moral.
Muy pocos, o casi nadie, preguntan, antes de indignarse, irritarse o de alegrarse, si aquello que difunden y publicitan las redes corresponde o no a la realidad real o es una realidad no real, o publicada no más.
Y todo esto nos gusta porque lo replicamos y lo reenviamos, en segundos, sin hacer la mínima averiguación, y apenas con la flaca excusa a nuestro destinatario: “¿esto es cierto?” “¿tú que sabes?” “¡me llegó esto!”. Pero ya está hecho el “reenviado muchas veces”.
No siempre estamos difundiendo odio ni rencores ocultos mal disimulados; algunas veces damos rienda suelta a otras pasiones y sentimientos o la simple morbosidad humana. O bien a la construcción y difusión del conocimiento sano y limpio. Y es verdad; no todas las veces emulamos a Yago que, sin redes ‘sociales’ hizo trizas el amor de Otelo hacia Desdémona hasta matarla, por una realidad no real creada por el malvado Yago, esposo de Emilia y doméstica de Desdémona; y Shakespeare nos cuenta esa historia sin conocer el fax siquiera, como le pasó a Bolívar que libertó cinco naciones sin conocer el beeper o bíper, al menos.
Entonces, la culpa no es de las redes ‘sociales’. Ellas son buenas, útiles y nos gustan, además.
¿Se imaginan a Bolívar con celular? ¿Con un simple fax? ¿De esos que ya hoy no usamos? No habría fracasado la Gran Colombia seguramente. ¿Ambicioso el libertador de hacer un gobierno fuerte de Ecuador, Venezuela y la Nueva Granada -tres países – sin un teléfono fijo? Un mensaje o una orden a lomo de bestia no aguanta ni le aguantó a nuestro amigo el libertador Simón Bolívar. Le faltó o lo acabó la falta de tecnología, diría yo.
Pero, además, ¿quién tiene el control de todo este exquisito maremágnum delicioso? La Corte constitucional dice que deben usarse –las redes – con responsabilidad social, al igual y así – como se dice – del poder de la prensa. Pero también pienso y creo -firmemente – que la intimidad o privacidad también quedó atrapada en las redes y que debe elaborarse -obligatoriamente – un nuevo concepto de intimidad o de privacidad, si es que ya no lo está entre nosotros.
¿Y ese nuevo concepto de intimidad o privacidad qué comprende; acaso que nuestra imagen pueda ser captada en un centro comercial, o en un aeropuerto, en un motel –antes o después de ingresar – o en la vía pública?; ¿que la víctima del delito nos puede grabar o escuchar, lícitamente?; ¿que las aerolíneas, cuando advierten que consultamos un tiquete y no lo compramos de una, en cuanto regresamos por él ya saben qué nos interesa y nos los aumentan otro tanto?; ¿que las redes sepan qué nos gusta mirar y consultar y perfilen nuestras preferencias, pasiones y gustos?; que las redes sepan, adivinen, vaticinen por quién queremos votar o elegir?; ¿que las redes sepan de nosotros muchas cosas que le callamos a nuestros amigos y familiares, incluso?
Las redes nos atraparon, nos sirven y nos atacan. Las redes atacaron al que gritaba “¡Extra… Extra…Extra…!” con el mazo de periódico en la mano, ¡lo dejaron sin oficio! Atacaron a la industria del papel, del acetato, del Cd, de la fotografía, del libro en el estante, en la mesa de noche y muchas cosas más… y el mundo, el universo, no se ha desbaratado, acabado, ¡ni su fin está cerca por eso!
Y con toda esa información nuestra en las redes, ¿nos manipulan? Claro que sí. ¡Descubrí el agua tibia! ¿Y lo sabíamos? ¡Claro que sí! ¿Y nos gusta? Claro que sí. ¿Y nos quejamos por eso? ¡Claro que no! Lo hacemos, pero con hipocresía, cuando damos papaya y las redes sociales nos cobran sus servicios a buen y alto precio.
Entonces hay, sin duda, algo de hipocresía en todo esto; nos gusta y nos la gozamos y poco o nada nos cuidamos de eso. ¿O sí? Y, para completar, las necesitamos terriblemente. Hoy nadie haría lo de Yago en Otelo ni Bolívar en América sin redes sociales.
¿Cuál es la hipocresía de andar con el cuento de que solo sirven para destilar odio?
Entonces, ¿a qué intimidad o privacidad nos referimos? Hay que elaborar rápidamente un nuevo concepto de intimidad y de privacidad. Como quieran llamarlo.
Hace un tiempo había que hacer señas, hablar con los ojos o con la mirada para preguntar – de acuerdo con los modales, refinados o no – “¿quién es este?”, “¿o este o esta quién es?” “¿de dónde salió este o esta?” “¿es invitado, tú lo invitaste?” “¿qué le digo?”, «¿tú qué piensas?”, “¿qué hacemos?”, «¿lo conoces?»
Ya nada de eso aplica: basta ir a Google y listo… sabemos quién es y qué hacer. Sin preguntar a nadie ni a ninguno.
Hasta el candidato a presidente, si no le quitan el celular como al estudiante antes del examen, “mete machete” en su respuesta, en pleno debate presidencial, para obtener buena calificación y gobernar a un país que sabe y lo vio “meter machete” en público. Y no solo eso; también puedes ser criticado, juzgado y sancionado por administrar justicia en paños menores o por vociferar que tu interlocutor “no sabe quién soy yo”.
Las redes no nos dejan hacer muchas cosas que antes hacíamos impunemente. Las redes se convirtieron en “un amor enfermizo”, en un bien necesario, muy bueno, fiel, útil y traicionero, como el mejor amigo que aprovecha la oportunidad que tú le das para dejar de serlo.
Pero al mismo tiempo nos deja -y nos ha dejado – hacer muchas cosas que, sin ellas, no podríamos hacer o haber realizado.
En esto no nos vamos a poner de acuerdo, querido amigo. Lo único que te pido es que no lo discutamos “en redes”.
* Abogado especialista en Derecho Penal y Criminología y magister en Derecho Penal; exprocurador Judicial Penal de Cartagena; catedrático y abogado penalista litigante.
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