
Por Jorge Cárcamo Álvarez *
Una de las cosas que bien recuerdo de Libardo Simancas Torres era su indeclinable amor por su pueblo. Ni como diputado ni como gobernador podía sacarlo de su mente. Hablar de Arjona y de los amigos de toda su vida era su inveterada costumbre.
Eso lo hacía ser un hombre sencillo a pesar de todos los pergaminos que arrastraba con su nombre. Su vida de intelectual, de académico, de historiador y de político reconocido no le impedían invertir horas y horas hablando con sus amigos de tantas cosas maravillosas que suceden en esos entornos rurales donde la camarería, la sinceridad y el buen trato son las principales características de esos encuentros.
Apenas estaba llegando a uno de esos fraternales encuentros cuando ya estaba pensando cuándo podía ser el próximo. Eso lo hacía a sus amigos, con quienes mantenía una relación horizontal; con ellos se olvidaba de sus logros y era uno más de la camada, sin máscaras, expresando siempre el cariño que lo invadía por dentro.
Fue mi profesor de Derecho Administrativo en la Universidad de Cartagena. Allí encontré al hombre de conocimiento profundo que me orientó con sabiduría las cosas del Estado. Esas primeras luces fueron más que suficientes para que mi interés por la academia y la política tuvieran algún sentido.
Pero, a veces, el destino te guarda gratas sorpresas. Muchos años después coincidimos como diputados del Departamento de Bolívar. Ya no era mi profesor: era mi colega, pero el respeto a sus años y a su conocimiento nunca dejé de tenerlos, no obstante que el trabajo conjunto nos llevara a cultivar una amistad sincera que tuvimos durante largos años.
Hicimos juntos, en unión de otros amigos, una reconocida y muy recordada gestión en la Asamblea. Crítica y de oposición al gobierno, con respeto y transparencia. Allí brilló por su inteligencia, disciplina y buen trato.
Libardo Simancas era como un libro abierto lleno de conocimiento, pues siempre tenía una explicación profunda para los asuntos que trataba. Cualquier charla con él se convertía en una larga tertulia donde se analizaban todas las aristas del tema en comento.
Con él siempre se aprendía. Cualquier charla era una lección de Historia, Filosofía o Derecho Constitucional. Yo frecuentemente le decía que era como una biblia: llena de conocimiento y sabiduría.
Hay encuentros, hechos y anécdotas con amigos que, aunque pase el tiempo, nunca se olvidarán. Libardo era uno de esos. Sus charlas y su riqueza intelectual, combinada con una gran dosis de jovialidad, lo hacían un ser muy especial.
No era extraño que esos encuentros estuvieran amenizados con música de acordeón, en los que era usual que cantara paseos y merengues vallenatos de los hermanos Zuleta.
Siempre se me acercaba al oído y me decía que a él lo que realmente le gustaba era ser cantante; que lo de abogado se lo impusieron en la casa. Yo le contestaba: pues perdimos un cantante, pero ganamos un buen profesional del Derecho.
Son tantos los recuerdos que me lleno de nostalgia de solo recordarlos. Seguramente seguirá sus tertulias con el maestro Carlos Villalba Bustillo en el cielo, al quien quería y a quien frecuentemente recordaba. Ahora el cielo se llena de letras, de libros y de notas musicales con Libardo.
Deja escrita una página de hechos que lo enaltecen: como intelectual, como político, pero de manera especial como un gran padre de familia y un mejor ser humano.
Lo despido con mi corazón adolorido, pero quedan bonitos recuerdos, como la luz incandescente que dejó a su paso por la política y el trato sincero con sus amigos.
* Abogado, especialista en Derechos Humanos, ex personero, ex Alto Consejero para el Postconflicto, ex concejal, ex diputado, ex Alto Consejero para la Constituyente, ex secretario de Planeación del Distrito.
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