
Por Agustín Leal Jerez *
A manera de introducción, es nuestro deber informar al lector que este escrito está contextualizado dentro de lo que en filosofía se considera el giro pragmático del lenguaje.
El tránsito de las redes sociales, del medio de comunicación favorito de la farándula y el espectáculo, a la herramienta política más poderosa que haya conocido la humanidad, no solo ha globalizado la política, sino que fenomenológicamente ha originado una maraña de perspectivas y formas de vida, muchas veces incompatibles entre sí. La amalgama ética y cultural que ha surgido de este revoltijo ha decantado un sedimento formado por diversas capas de opinión, extremadamente contingentes, de donde es imposible extraer cualquier forma posible de verdad. La verdad objetiva ha dado paso a una verdad socialmente construida a través de las acciones comunicativas.
Las verdades objetivas, intrínsecamente ligadas a los fines del Estado: la justicia la libertad y seguridad, que eran incuestionables dentro del concepto de democracia, y que son muchos más sacralizadas por el estado constitucional, se han venido abajo, socavadas por una democracia participativa extremadamente caótica y corrosiva que, al no respetar las reglas de la argumentación presupuestas por el ordenamiento jurídico y la misma comunidad, secuestra y arrasa el espectro comunicacional, haciendo extremadamente complejo para el operador político ortodoxo encontrar los consensos necesarios para el triunfo de sus ideas.
Si bien es cierto que el disenso es la esencia de la política, los fines del Estado: la justicia, la libertad y seguridad, únicamente se pueden materializar a través de consensos. En el estado democrático moderno, que es por esencia pluralista, lograr consensos es demasiado intrincado; por ello, las principales iniciativas se obtienen decidiendo en el desacuerdo, a través de las instituciones provistas por el ordenamiento jurídico para para tal fin.
Las cámaras legislativas, el Congreso, que es, por esencia, el órgano de la democracia en donde se fabrican los consensos, luego de someter el disenso a los procedimientos parlamentarios de toma de decisión, se ha convertido en el yunque, en la zona de confluencia de la opinión institucional y de las diversas comunidades de habla que constituyen una nación, un país y, por qué no decirlo, una comunidad global. Esto ha conllevado, casi de forma universal, a que estas instituciones estén atravesando la peor crisis de su historia. La profanación del templo de los parlamentos en el mundo, el Congreso de los Estados Unidos, tomado por una turba ciudadana enardecida por las redes sociales, es el más claro ejemplo de su estado deplorable
Las redes sociales han encontrado razones para la acción, avivadas por un presidencialismo estrambótico y populista, tanto de izquierda como de derecha, y un poder judicial activista y farandulero, que constantemente busca legitimarse a través de la elaboración perversa de matrices de opinión. Ya no se gobierna por un programa con objetivos, estrategias y metas; como tampoco se decide un caso judicial con fundamento en los valores universales de justicia, sino por tendencias en las redes sociales.
Pero las redes sociales, como todo engendro, cuando adquiere conciencia propia, al mejor estilo de Frankenstein, lo primero que hace es engullir a su progenitor, y ya comenzó por tragarse a uno de sus afectos.
Lo sucedido con el presidente Donald Trump, el hombre más poderoso del mundo, silenciado y aislado de sus devotos por los dueños de las plataformas de las redes sociales, es un asunto muy serio que debemos analizar profundamente.
En casi en todas las democracias del mundo la libertad de expresión es un derecho y un valor en sí mismo que no puede ser socavado, aún siquiera en los estados de excepción. Para que este derecho fundamental pueda ser relativizado requiere la mediación de un proceso judicial, en donde se ponderen los intereses en conflictos y se garantice el derecho de contradicción. Facebook, Twitter y otras plataformas con un simple comunicado a la opinión publica tomaron esta decisión.
Dejando constancia que compartimos el tapaboca al nefasto Trump, sería importante que nos hiciéramos estas reflexiones: ¿son las redes sociales un bien público o un bien privado? ¿Pueden de forma liberal los propietarios de las plataformas de las redes sociales tomar medidas excepcionales de orden público? ¿Qué sucedería si una potencia extranjera que no comparta nuestras instituciones y nuestros valores occidentales se apropia de estos medios de comunicación? ¿Qué pasaría si esa supuesta potencia silencia a nuestros líderes e instituciones?
Las respuestas a estas preguntas son aterradoras.
Catilinaria: ¿quién me da razón de la Gerente de la Ciudad nombrada por el alcalde y del Gerente del Covid-19 designado por el presidente de la República, en medio de este caos gubernamental y el rebrote de la pandemia?
* Abogado, especialista en Derecho Público con experiencia en Derecho Urbanístico, Ordenamiento Territorial, Contratación Estatal y Gerencia de la Defensoría Pública, entre otros temas.
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