
Por Germán Danilo Hernández *
Más de 145 millones de votos depositados en las urnas para elegir presidente en los Estados Unidos podría ser un indicador de que con la jornada salió fortalecida una de las “más sólidas democracias” del mundo. Pero, como este sistema no es eminentemente cuantitativo, esa premisa puede ser tan engañosa como las dinámicas de poder que se afianzan en ese territorio y se extienden por el resto del continente.
La definición de democracia sugiere que, más allá de la capacidad de elegir a representantes, es una forma de convivencia social en la que los miembros son libres e iguales y las relaciones sociales se establecen conforme a mecanismos pactados. Esa esencia parece andar en sentido inverso al aumento del número de votantes. Por ello la mayor votación registrada en la historia norteamericana para elegir presidente, evidencia un resquebrajamiento tan profundo y amenazante como la falla geológica de San Andrés.
Lo grave de lo que ha pasado en la potencia del norte no es que el propio Jefe de Estado y de Gobierno ponga en duda los resultados electorales, acusando sin pruebas la realización de fraude en varios Estados, y que con su característico estilo pendenciero haya generado una incertidumbre generalizada por eventuales manifestaciones de violencia interna, como mecanismo predeterminado para no aceptar su derrota. Lo realmente delicado es cómo la democracia hizo en ese país una dramática mutación hasta convertirse formalmente en un mecanismo que le quitó la titularidad del poder a la ciudadanía y convirtió a los ciudadanos en peones de brega de intereses supremos representados en grupos y personajes a quienes poco les importa la colectividad, y no se sonrojan al admitirlo.
Lo inverosímil de las pasadas elecciones es que más de 70 millones de personas votaran para sostener en el poder a un personaje nefasto, racista, xenófobo, misógino y violento, y que entre ese caudal de votantes se encontraran sus propias víctimas, incluyendo a miles de latinos a quienes, desde su primera campaña, y a lo largo de sus cuatro años de gobierno, insultó, humilló, agredió y desconoció como seres humanos.
Lo paradójico de esa tristemente célebre contienda electoral es que una nación que se enorgullecía de castigar de manera implacable a los gobernantes que osaran mentirle al pueblo, terminó por validar el engaño, la falacia, la patraña, el desprecio, el escarnio y la falta de decoro, como mecanismos legítimos de un mandatario en su actuar cotidiano y en su deseo de atornillarse al poder.
Desde la piscología social habrá posiblemente explicaciones para poder comprender las razones que llevan a las masas a comportarse de esa manera. En esta oportunidad la amenaza fue parcialmente conjurada en EE.UU., pero, con figuras similares, el fenómeno se repite en Colombia y en otros países de América Latina, dejando en evidencia la caída en picada de la democracia, que para muchos es el sistema ideal de organización social.
* Escritor, periodista, columnista, docente universitario y asesor de comunicaciones
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