Por Anthony Sampayo Molina *
La pandemia ocasionada por el virus SARS-CoV-2, que provoca la enfermedad denominada Covid-19, tomó a la humanidad totalmente desprevenida, incluso a las economías y culturas más avanzadas de Europa y Asia. Mientras todo ello ocurría, de este lado del mundo, sostenidos de la confianza que un océano de distancia proporcionaba, los países vieron sorprendidos cómo lo inevitable tocaba sus puertas.
Aún recuerdo las fiestas de diciembre y el mes de enero tan frescos y relajados que tomábamos el coronavirus como algo casi que irreal, objeto de memes y burlas, confiados en que los problemas de estas latitudes siempre serían los mismos: corrupción, violencia y narcotráfico.
Y llegó..; llegó y nos dimos cuenta de una cruel realidad tan evidente y escandalosa por tanto tiempo, que se camufló tras los ojos de la costumbre; se trataba de los efectos concretos de esos, supuestamente, los únicos males que llegaban a esta parte del mundo: una sociedad totalmente indefensa y expuesta ante situaciones dramáticas que, exigen de una estructura social sólida, para ser enfrentada.
La Covid-19 fue tan sorpresiva que la avanzada inteligencia humana nos presentó una sola solución: aíslense; ¿para qué? Para que no colapse el sistema de salud.
Y así, de esa forma, cuando el virus llega a estas latitudes nos presenta su peor cara: una capacidad de daño reforzada con la complicidad del subdesarrollo, falta de cultura y corrupción.
Ese coronavirus agravado llega a Cartagena, conocida históricamente como ciudad heroica por su capacidad y resistencia en tiempos de conquista, pero que actualmente se le asocia más a su capacidad de seguir en pie a pesar del saqueo, que a diferencia de los antiguos invasores, su propia gente sí logró consumar. Pareciera un castigo; esta vez ni el clima, ni las murallas ni su posición geográfica nos protegerían, al contrario, se convertirían en aliados del virus, esas características, entre otras, que convirtieron a Cartagena en ciudad turística por excelencia, se convertiría en su peor desgracia, que sumada a la pobreza, indisciplina y corrupción enquistada por años, harían de esta ciudad un caldo de cultivo para que el nuevo coronavirus se posara sobre el paraíso.
La solución: “distanciamiento social para mantener capacidad hospitalaria”. Es decir, la antítesis cartagenera. Una ciudad acostumbrada al tumulto, al punto que vive de él. ¿Qué es la industria del turismo sino un tumulto de personas, donde confluyen nativos y visitantes que crean una simbiosis que mueve la economía? Un distanciamiento social y un cierre de fronteras, es la sentencia de muerte para esta ciudad. Justo por ello, el tantas veces repetido distanciamiento social, en una ciudad además indisciplinada, enseñada a sobrevivir como sea mientras políticos se enriquecen y la saquean, es muy difícil; es una comunidad de sobrevivientes. Pero no hay de otra, o nos distanciamos o morimos, y créanme que el virus no entiende de estadísticas, partidos o corrientes políticas.
¿Qué nos queda? La salvaguarda de la capacidad hospitalaria… Pero, ¿cuál?
Cartagena lleva apenas cuatro meses de un nuevo gobierno que eligieron cansados de la corrupción, un gobierno en el que se confía que no se robará el dinero de todos tal como venía ocurriendo. ¡Cuatro meses no…!: dos meses, dos meses de ‘normalidad’ y dos meses de caos por una pandemia que puso a temblar a países enteros, pero en esta ocasión enfocada en una pequeña y empobrecida ciudad que apenas iniciaba a ver, esperanzada, el sendero por donde comenzar a superar décadas de atraso, corrupción y abandono. Ningún gobierno en la historia reciente había tenido que enfrentar semejante crisis, así que lo que se está viviendo en este momento es una situación inédita para todos, incluso para la Administración, que además de los ataques esperados con su llegada a la Plaza de la Aduana debe enfrentar la crisis que genera una pandemia que está poniendo a prueba al mundo entero.
Obviamente las dinámicas normales de una democracia plantean un escenario donde existirá un gobierno y una oposición, y al interior de estas dos partes emergerán distintas formas de ejercer el rol, pero en un contexto como el que se nos presenta en la ciudad, la responsabilidad ciudadana es esencial, y debe ser así porque es a lo que la realidad nos obliga.
Debemos ser conscientes y entender que los problemas estructurales que por décadas ha padecido Cartagena, al margen del debate político que se dé entre los distintos protagonistas, no se solucionan, en un estado de ‘normalidad’, ni en tres, seis, diez meses o cuatro años. Cartagena necesita una secuencia ininterrumpida de buenos gobiernos para, al menos, llegar al punto donde deberíamos estar hace unos años atrás, situación que en este contexto de pandemia se dificulta aún más.
Formémonos nuestro propio criterio, pero sobre bases reales. Entendamos el contexto en que vivimos y de dónde venimos y adónde queremos llegar y, con base ello, fijemos una posición.
Pero, más importante aún: veamos cómo podemos ayudar. Hay momentos de momentos, y este es el de ser solidarios, comprensivos y, especialmente, el de aportar.
* Abogado Especialista en Derecho Penal y Criminología
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