Por Germán Danilo Hernández *
Una de las frases más repetidas en todas las protestas y revueltas populares en América Latina, y en otras naciones del mundo, en la antesala o durante el desarrollo de confrontaciones con la fuerza pública, es “el pueblo uniformado también es explotado”. Una especie de recorderis a militares y policías sobre su origen, para intentar persuadirlos de no arremeter en contra de la integridad de los manifestantes.
No obstante, a pesar de su fundamento y de su constante repetición, la frase pocas veces logra su cometido. Con las primeras escaramuzas los uniformados, entrenados especialmente para ello, hacen uso de la fuerza, en ocasiones de manera desmedida, independientemente de la orientación ideológica del régimen que defienden por lealtad o por deber. La brutalidad policial se repite, en países con gobiernos de derecha, de centro o de izquierda.
En Colombia los abusos para reprimir la protesta social siempre han estado presentes, solo que ahora es más fácil dejarlos en evidencia. Ello explica las imágenes que circulan en redes sociales y en medios de comunicación, con violentas arremetidas y crueles palizas selectivas de policías o militares contra jóvenes estudiantes o trabajadores manifestantes.
En la práctica, la dinámica de la confrontación callejera es “socialmente aceptada”; por ello los uniformados van preparados con cascos, chalecos, escudos, bastones de mando, gases lacrimógenos, bombas aturdidoras y chorros de agua, mientras que a los manifestantes que deciden hacer resistencia, se les ‘valida’ el lanzamiento de piedras y artefactos no mortales, para que las refriegas terminen sin consecuencias mayores.
Pero en simultánea con la práctica vergonzosa y condenable de la brutalidad policial, también se registra en los últimos tiempos una creciente agresión contra personal uniformado, por parte de grupos minoritarios, aparentemente infiltrados en marchas y manifestaciones, que deslegitiman la protesta social.
También han sido virales las imágenes de violentas agresiones de encapuchados en contra de grupos de policías, con ataques coordinados a quemarropa, usando armas contundentes y bombas incendiarias, que parecieran tener la intención deliberada de matar.
El episodio más grave de la violencia de encapuchados en las recientes protestas se dio con el intento de incendiar la casa del comandante de la Policía de Risaralda, con toda su familia adentro, lo que constituye más en un acto de terrorismo que una expresión de descontento social.
Si “el pueblo uniformado también es explotado”, ello supone que igualmente merece protección y defensa; se debe respetar su vida e integridad, aun en medio de las contiendas. Conviene bajarle de parte y parte a la violencia en la protesta pública. No es admisible que después de superar la cruenta guerra en los campos pasemos ahora, en tiempos de paz, a matarnos a golpes en las calles de nuestras ciudades.
* Periodista, columnista, docente universitario y asesor de comunicaciones