
Para saberse feminista hay que tener claro aquello que, aunque esté normalizado, es anormal -y amoral también-. Y lo es el que las mujeres sean agredidas por sus padres, hermanos o parejas; el que trabajemos dentro y fuera del hogar sin derecho al descanso y al ocio. Es anormal y amoral que quienes criamos a lxs futurxs contribuyentes no tengamos remuneración ni pensiones por el trabajo altruista que realizamos, a pesar de que este represente un aporte real al PIB (Producto Interno Bruto). Tampoco se entiende la invisibilización socioeconómica de quienes se dedican a cuidar animales y personas dependientes. ¿Quién cuida a lxs cuidadorxs? ¿Quién financia los cuidados? La respuesta es sencilla: casi siempre -y culturalmente se da por hecho- es una mujer llámese madre, pareja, hija, sobrina o ahijada quien entrega (los mejores años de) su vida al servicio de lxs otrxs. ¿A cambio de qué?
Más que una moda, el feminismo es una lucha de vieja data que debería ser un imperativo ético en las sociedades que se dicen democráticas. Sin embargo, el statu quo impide la igualdad real de género (y de tantos otros asuntos esenciales para dignificar la vida). La ventajosa distinción entre vida pública y vida privada ha sentado, junto con otras muchas circunstancias, las bases de esta perversa desigualdad. Y en esta partida de ajedrez pensada, organizada, dirigida y ejecutada por hombres a lo largo de la historia, a las mujeres convenientemente nos han asignado las responsabilidades no remuneradas que desarrollamos en el ámbito doméstico, manteniéndonos así en jaque.
Aunque hoy gocemos de algunos frutos de las luchas feministas (poder votar, divorciarnos, estudiar, la anticoncepción) la igualdad real aún está muy lejos. Por eso, es imperativo el compromiso de cada ciudadanx que, con pequeños gestos en su cotidianidad, puede contribuir a que esto de las reivindicaciones de género sean más que una moda. Los grandes cambios empiezan por unx mismx.
* Artista cartagenera
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