Por Danilo Contreras Guzmán *
Hay textos y autores a los que uno se aferra como el náufrago al salvavidas mientras se tiene la sensación de sucumbir en un mar de ideas y realidades adversas a las convicciones que se han construido por años. Puedo citar un par de ejemplos que encuentro a mano en mi modesta biblioteca de libros generalmente ajados pero entrañables.
En ‘De la brevedad de la vida’ Séneca construye este elogio de Catón: “nada más grato a los ojos de Júpiter, que el espectáculo de Catón, tras de los repetidos desastres de su partido, manteniéndose en pie en medio de las ruinas de la República”. En mi desestimable caso, siendo como soy, experto en derrotas, no puedo dejar de apreciar esta cita y abrazar además el mismo estoicismo que profesa Séneca como fórmula filosófica que me ayude a ganar fortaleza frente a las adversidades de la existencia.
Tengo claro que lo anterior es un anacronismo, algo pasado de moda, en un medio que exalta el pragmatismo consumista en detrimento del pensamiento crítico. Por eso temo aburrir a los escasos lectores desde la introducción de esta nota. Pese a ello, estoicamente, intentaré terminar mi idea que no tiene que ver con la especulación moral sino más bien con un asunto político.
Otro autor al que me aferro desde hace años, pero en otra perspectiva (más política), es Habermas, lo cual se evidencia en algunos escritos que suelo cometer.
Suelo reincidir en la lectura de un breve ensayo de este pensador a efectos de intentar dilucidar algunos dilemas que la sociedad moderna y su gobierno me plantean. “La soberanía popular como procedimiento” me ha hecho caer en cuenta que los objetivos e ideales de la revolución francesa no encuentran realización luego de dos siglos y algo, a pesar del vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología como expresión deslumbrante de la razón humana.
En ese texto Habermas sostiene que “La conciencia revolucionaria se expresa (…) en la convicción de que el ejercicio de la dominación política no puede legitimarse ni de manera religiosa, ni de manera metafísica. Una política radicalmente terrenal debe poder justificarse exclusivamente con la razón”. Tristemente este propósito se ve negado persistentemente en la realidad de los hechos políticos en los que el engaño, la mediocridad y la superstición ganan terreno sin cesar. En un artículo anterior decía que la realidad no tiene contemplaciones con la teoría y esta argumentación parece acreditarlo.
Pues bien, arribo al verdadero ‘nudo’, como decían los viejos profesores de ‘lenguaje’, de esta especulación, que es como sigue.
Me inquieta sobremanera la virulencia del debate entre la derecha y la izquierda partidista. No es para menos si se considera que esta tensión ha resultado en más de cinco décadas de guerra y violencia. Colombia no ha podido civilizar su debate ideológico conforme lo acredita la fatigada historia nacional.
El país, sin duda, ha sido gobernado por líderes autoritarios con clara afinidad con las tesis de la derecha política. La participación de las tendencias de izquierda en la definición del gobierno ha sido extremadamente excepcional.
Nuestro precario sistema político no ha introyectado la posibilidad de que estas visiones diversas puedan converger en la construcción de la democracia que pocos se atreverían a cuestionar como un valor que se ha acrisolado como principio inamovible de la civilización occidental.
Las conceptualizaciones del pensamiento de izquierda y derecha tienen origen en una anécdota que podría calificarse, incluso, como simpática. Se cuenta que la Asamblea Nacional Constituyente nacida de la revolución francesa sesionaba el 11 de septiembre de 1789 y que allí se discutía un artículo que introducía la facultad de veto absoluto del rey a las leyes de la Asamblea. Quienes estaban a favor del veto, por supuesto simpatizantes del antiguo régimen, se desplegaban a la derecha del presidente de la Asamblea. Por el contrario, quienes se oponían al veto del rey, tenían asiento a la izquierda del dignatario. Es claro entonces que las clasificaciones ideológicas quedaron asociadas desde entonces a las tendencias que favorecían el poder del pueblo en contra del autoritarismo en el caso de la izquierda y quienes con criterio conservador rechazaban los cambios, en el caso de la derecha.
Tengo para mí, salvo mejor criterio (lo cual no resulta nada difícil de encontrar), que estas categorías heredadas de la revolución francesa siguen vigentes y no se encuentran superadas por las ideas de estas épocas ‘raras’ que algunos insisten en nominar como ‘posmodernidad’, como si hubiésemos dejado a la saga los propósitos que se visionaron en el siglo de las luces.
Algunos políticos acosados por las denominadas ‘matrices de opinión’ que se han encargado de estigmatizar a todo aquel que profesa ideas de izquierda, fundamentados en el fracaso de socialismo marxista – leninista y de algunos gobiernos que se identificaron con el Socialismo del siglo XXI, han llegado a afirmar que esas categorías ideológicas perdieron vigencia y se han convertido en pensamiento obsoleto. Creo haber escuchado esta tesis en algún discurso de Gustavo Petro, prístino representante de las ideas progresistas en el espectro político del país.
Entiendo esta apreciación como una claudicación que cede terreno a la intolerancia y la irracionalidad de los sectores del establecimiento que intentan arrasar con cualquier otra visión que no corresponda al statu quo.
No me cabe duda (lo afirmo por convicción personal, obviamente) que algunos líderes como Nicolás Maduro en Venezuela han tendido un manto de indignidad sobre los ideales sociales como criterios de dirección del Estado. Sin embargo la generalización y la burda identificación de los ideales sociales con este burdo remedo de Estado social moderno, no puede seguir expandiendo la confusión, como en efecto ocurre en Colombia y en general en América Latina.
Es preciso entender que hay muchas formas de socialismo, siendo una de ellas el marxismo leninismo que sin lugar a dudas ha probado su ineficacia en tanto destruyó las posibilidades de la democracia proponiendo la ‘dictadura del proletariado’. Es evidente que todo autoritarismo es una contradicción a la democracia.
Igualmente podría decirse del denominado Socialismo del Siglo XXI si se considera la pantomima ‘madurista’.
Este panorama podría entenderse como la derrota definitiva de las ideas de justicia social y el triunfo irrefrenable del capitalismo consumista que según las cifras, aumenta vertiginosamente la desigualdad y por ese camino, la pauperización de los segmentos mayoritarios de la población.
Sin embargo es preciso que la opinión no pierda de vista que hay muchas formas del socialismo. Pues bien, para finalizar, me referiré brevemente a una de estas fórmulas alternativas: La Socialdemocracia.
Desde el punto de vista histórico, la Socialdemocracia surge a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como una tendencia reformista liderada por diversos pensadores que renegaban del dogma marxista de la dictadura del proletariado que implicaba la destrucción de la democracia. Teóricos como Karl Kautsky, afianzaron su reticencia en algunas ideas de Engels que en sus escritos defendía el sufragio universal, que en otras palabras es democracia.
Este es el origen de la Socialdemocracia europea de la segunda posguerra, que propuso una mayor intervención estatal, que no implicaba el monopolio de los medios de producción, a efectos de contribuir a la redistribución de las rentas de la producción, de manera que se aseguraran las prerrogativas y derechos de los sectores más débiles de la población. Allí tuvo desarrollo el Welsfare o Estado de bienestar.
El otro día sostenía una discusión en Facebook en la que uno de los participantes negaba la influencia de las ideas socialistas en el desarrollo de las democracias del norte de Europa. Afirmaba que muchas de estas naciones propugnaban ahora por la apertura y el libre cambio y puntualmente en la rebaja de impuestos, lo cual señalaba como claros rasgos de un capitalismo neoliberal. Me opuse a aquella argumentación sosteniendo que el contertulio virtual desconocía que la estructuración del estado moderno en aquellas naciones y en Alemania, inclusive, se fundamenta en el legado de los más distinguidos representantes de esa fórmula del socialismo que es la Socialdemocracia. Olof Palme es, quizás, uno de los ejemplos más destacados de los defensores históricos de estas tesis. En Alemania, Willy Brandt prohijó un nuevo orden económico y social que no consideraba incompatibles el sistema capitalista y las ideas sociales de justicia y solidaridad.
Estas evidencias me llevan a pensar que la ‘demonización’ de las ideas sociales y de sus promotores, fundadas en el fracaso de algunas tendencias socialistas, se traduce en irracionalidad y superstición. Esta discusión carecería de importancia si no fuera porque con fundamento en esa estigmatización se han cometido genocidios.
Habermas nos demuestra entonces que las ideas de la revolución francesa no han sido agotadas, en tanto el debate democrático debe fundamentarse en la razón crítica en vez de la superstición destructora.
* Abogado especialista en Derecho Administrativo y candidato a Maestría en Derecho con énfasis en Derecho Público.