Nadie duda que la corrupción entre la empresa privada y el estado sea un fenómeno de existencia ya de larga data en el mundo y obviamente en Colombia. Sin embargo, el hecho de que en nuestro país, gracias al caso Odebrecht, tengamos todos los ojos puestos en este reciente entramado de tecnificada forma de incurrir en la ilegalidad, hace que hasta simples discusiones de esquina adquieran un curioso nivel intelectual que al menos obliga a todos a estudiar un poco más y a ser más exigentes en nuestras interpretaciones.
Es entonces claro que lo novedoso en este caso no es la forma del acto corrupto sino el debate social que a gran escala se está dando en el país. Un país que estaba acostumbrado a una corrupción burda y descarada que no merecía ninguna disquisición filosófica para generar un reproche, una forma de comprar políticos que no requería un gran desgaste jurídico para para obtener una sanción, una corrupción donde narcotraficantes, paramilitares, guerrilla etc., entregaban a determinado candidato, casi de forma pública, un maletín con el dinero que tenían guardado en alguna caleta.
Conductas tan básicas como las descritas generó una simplicidad en los análisis que llegó incluso a mal acostumbrar a las autoridades, impidiendo una modernización de técnicas investigativas que fuera aparejada con la evolución de los procesos de corrupción; porque, no nos digamos mentiras, sino fuera por los norteamericanos aquí no estuviera pasando nada.
Desafortunadamente la corrupción con la empresa privada es en su desarrollo un poco más compleja; debemos tener en cuenta que la donación por parte de particulares es legal bajo ciertas condiciones, entonces toca ser realistas y aceptar que ninguna persona, sea natural o jurídica, va a donar a determinada campaña política un dinero sin que esa entrega sea determinada por un interés particular, es entonces donde sólo la calidad del servidor público, ni siquiera la Ley, es la única garantía para que aquel acto legal inicial no resulte en un acto posterior de corrupción.
Como bien lo dijo el procurador: «el humo de la guerra no nos dejaba ver la corrupción». Efectivamente, ante la imposibilidad de utilizar la clásica distracción colombiana del conflicto armado, los medios de comunicación y la sociedad podrán apuntar sus reflectores hacia otros aspectos antes mimetizados y que causaban tanto daño como la propia guerra.
Podemos decir que poco a poco vamos evolucionando y ya que los colombianos hemos aprendido a valorar en nuestro país «lo menos peor», toca aceptar, así nos duela, que si vamos a convivir con la corrupción, es preferible que sea la de este tipo y no de aquella que va aparejada a masacres, desplazamientos y terror.
Así pues, ha llegado la hora de que las autoridades pongan el pie en el acelerador y procuren, en el menor tiempo posible, recuperar el tiempo perdido que los dejó rezagados mientras se ocupaban de las barbaridades a que estábamos acostumbrados. Resulta ser una verdad incuestionable que si bien este tipo de corrupción no genera muertos, desplazados y terror con fusil, bombas o motosierras, sí se causan con un lapicero y un papel. ¿Que lo hace de forma más sutil?, sí, pero si bien son distintas clases de corrupción no son distintas las clases de víctimas, razón por la cual hay que atacarla con igual firmeza.
* Abogado Especialista en Derecho Penal y Criminología
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Arnaldo Arguelles
No se justifica ninguna acción el robar los impuestos al pueblo que ha depositado su confianza en sus gobernantes.
Es de anotar, que la clase política en general fortalece las familias empotradas en el poder. Lo triste es cuando conocemos lo dañino para una democracia justificar que los violentos no tienen cabida pero los causantes de ésta si tienen aceptación.
ademirflorez
Mi apreciado Anntony , que gustó me da leer esta columna, por ser.hijo de un camarada, mi amigo Alberto…voy a plantear dentro de un nuevo comentario unas dudas …mil gracias por permitirme leer este artículo…saludos a papi mami…