Por Anthony Sampayo Molina *
La institución del fiscal general de la Nación en Colombia resulta ser desbordadamente poderosa por tres razones esenciales: la forma de su elección, la naturaleza institucional de la Fiscalía y la poca independencia de los fiscales delegados.
Todo inicia desde la fuente, con la forma de elección; y es que no hay nada que dificulte más la determinación de un responsable que la diseminación de responsabilidades; justamente esta es la paradoja que enfrentamos. Nos rige un procedimiento que supuestamente garantiza la independencia y equilibrio en la elección del fiscal, pero en realidad no son más que etapas vacías, carentes de sentido que esconden una realidad simple: al fiscal general de la Nación lo nombra el presidente de la República, quien llanamente designa para la escogencia ante la Corte tres personas alineadas con sus políticas y pensamiento. Pero lo que resulta fatal de este sistema es justamente el paso innecesario por la Corte, lo cual obliga a los ternados a hacer lobby entre los magistrados, restando no solo independencia entre dos instituciones que por su naturaleza deben ser totalmente independientes sino que hace que se barajen intereses para obtener respaldos. En este punto identificamos una de las causas que genera el súper poder del fiscal: un funcionario que fuera de apariencias es escogido por el presidente, quien seguramente lo escoge con base en acuerdos políticos con el Congreso y que luego ha de ser ratificado por la Corte Suprema; un solo funcionario, tres ramas del poder público necesarias para la escogencia ¿Quién lo cuestiona? ¿El Congreso que por acuerdos políticos propuso el nombre, el presidente que escogió la terna o el máximo órgano que justicia que lo eligió? El fiscal debe ser escogido simple y llanamente por el presidente, darle el estatus de ministro u otro similar y por lo tanto sometido a los controles políticos por parte del Congreso y juzgado por la Corte Suprema. De esa forma todas las ramas ejercen las funciones inherentes a su naturaleza y se evita al máximo el súper poder que hoy tiene.
La Fiscalía como parte de la Rama Judicial, así se le hayan reducido ciertas funciones jurisdiccionales, hace que el organismo detente competencias administrativas, que son las únicas que debería tener, pero también otras de carácter judicial. Tener a jueces y fiscales dentro de una misma rama envía un mensaje equívoco y al tener la Fiscalía un solo jefe máximo visible y que además tiene la facultad de investigar y acusar a esos mismos jueces, lo coloca en una posición dominante que genera un desequilibrio escandaloso y que provoca, como lo vemos a diario, un temor exacerbado por parte de los jueces de la Republica a tomar decisiones que contraríen las pretensiones de la Fiscalía so pena de verse sometidos a un proceso penal. Son cada vez más comunes las declaraciones hechas por el fiscal general en el sentido de abrir investigaciones en contra de jueces que tomaron decisiones que resultaron contrarias al querer de su institución; en un país serio, la simple declaración en ese sentido debería generar, por lo menos, una falta disciplinaria casi que automática. Hay que sacar al fiscal y con él a la Fiscalía General de la Nación de la Rama Judicial y colocarla en el lugar que es: la Rama Ejecutiva, y allí, junto a la Policía, lograr la coherencia funcional que los caracteriza. De esta forma, logrando una independencia absoluta de los jueces con respecto a la Fiscalía, la sociedad podrá tener la tranquilidad que el poder que pueda detentar dicha institución puede ser contenido legal y libremente por parte de los jueces de la República.
Y por último, la poca independencia de los fiscales delegados. Hay que distinguir entre el fiscal general de la Nación y los fiscales, a pesar que semánticamente pueden resultar parecidos. La labor que desempeñan dista mucho una de la otra así institucionalmente apunte a un mismo fin. Sobre el particular el mal principal radica en la instabilidad laboral de los fiscales, convirtiendo en muchos casos sus puestos en favores o castigos de parte de alguien que detenta poder o influencia, pero no solo los puestos, sino el enfoque y priorización de casos. No se trata de que cada Fiscalía resulte ser una rueda suelta; se trata de que cada fiscal tenga la independencia para actuar con base en sus principios y las características del despacho que precede. Contrario a lo anterior vemos que el fiscal general se ha convertido en una especie de legislador paralelo, el cual con las llamadas directivas internas es capaz de replantear el escenario judicial contrariando incluso precedentes de la propia Corte Suprema de Justicia y parámetros fijados por la misma Ley. Ejemplo de ello es la Directiva 001 de 2018 donde el fiscal general actual prohíbe realizar preacuerdos basados en circunstancias de menor punibilidad contenidas en el artículo 56, ello a pesar de que el propio artículo 350 del C.P.P y la jurisprudencia de la Corte lo permiten; y se podrá pensar: “pero una directiva interna no está por encima de la ley o de la jurisprudencia”, pero, ¿cuantos fiscales, con la inestabilidad laboral rampante, son capaces de ir en contra del máximo jefe de la entidad? Ello ha generado un traumatismo y una congestión adicional en cientos de procesos que por esta vía se supone ya deberían haber sido evacuados.
Adicionémosle a lo anterior la iniciativa legislativa que la Constitución le otorga y que ha originado la mayoría de las ultimas leyes penales en las que prácticamente la Fiscalía abona el terreno para ejercer sus propias funciones, como por ejemplo la Ley 1908 de 2018, una de las normatividades más peligrosas que he alcanzado a estudiar, la cual no solo contempla detenciones preventivas hasta por cuatro años, cosa que de por sí resulta escandalosa, pero que además puede resultar en la herramienta perfecta para intimidar a los abogados defensores por la inclusión del artículo 340A que merecerá un capítulo especial, lo cual inclina aún más la ya desequilibrada balanza a favor de dicha institución.
Está claro que el poder detentado por el fiscal general, ya sea directamente o través de la influencia que ejerce sobre sus fiscales delegados, convierte dicha institución en algo democráticamente peligroso y que requiere ser corregido.
Aal final nadie tiene la fórmula perfecta y siempre, siempre, llegará un punto en el que hay que confiar en la persona. La idea es tratar de establecer los mecanismos previos más idóneos.
* Abogado Especialista en Derecho Penal y Criminología