Varios amigos me comentan que la Cumbre de Comunicación Política que se llevó a cabo en Cartagena fue todo un éxito. Y lamento no haber podido estar en un par de conferencias, por lo menos, ya que algo se aprende en todas partes.
A propósito del evento aprovecho para comentar que creo francamente que la política es algo más que marketing. Me arriesgo a señalar que el mercadeo es un subproducto del capitalismo consumista y por eso se habla de «vender» bien al candidato o de este como «mercancía» o «producto». No desconozco estas realidades ni las demerito; por el contrario. Pienso ahora que quizás me habrían hecho algún bien en el curso de algunas campañas que emprendí en el pasado, en las cuales no conocí el triunfo, pero si el esfuerzo. Pese a esto considero que hay criterios que no pueden ser avasallados en el afán de comercializar adecuadamente a los líderes y sus ideas.
En la política, según la entiendo, en ocasiones hay que decir cosas que pueden causar un rechazo mayoritario inicial, pues si esas cosas que se dicen y son calificadas como políticamente incorrectas están llenas de contenidos, su fuerza se refleja, no de forma automática, sino que penetra el futuro con la construcción de nuevos caminos para mejorar el quehacer público. Es como los salvamentos de voto de un magistrado juicioso que con el tiempo se convierten en la tesis mayoritaria de una sentencia.
Uno de esos criterios es propender por el respeto en la deliberación democrática, sin perjudicar la crítica, aún la más acérrima, respecto del proceder de los dirigentes. Borges, en su ensayo El Arte de Injuriar, dictamina: «El agresor sabe que el agredido será él, y que cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra». Pero a veces es preciso tomar ciertos riesgos.
Lo anterior no es obstáculo para señalar, en mi modesto criterio, que el argumento ad hominem, el ataque personal, la injuria, el epíteto excesivo, la mentira y toda ofensa desmesurada, además de carecer de elegancia, es causa en nuestro medio, según lo demuestra la experiencia histórica y empírica, de odios, violencias y tragedias que ya son casi atávicas. Es paradójico que las palabras que sirven fundamentalmente a la comunicación de los seres humanos se conviertan en pasiones como el odio y la infamia.
No tengo dudas de que si un criterio de respeto mínimo deja de conducir el debate público, la deliberación democrática no pasa de ser una competencia que pondera la extensión y fortaleza de los músculos linguales o algo menos que un decadente certamen de denostaciones de pretil, lo cual no ayuda a construir democracia.
Yo estoy en favor de la deliberación que es la esencia fundamental de la democracia, pero no se logra nada si el debate no propende por la racionalidad y la ponderación. Esa es una herencia de la revolución francesa y de la ilustración e infortunadamente una riqueza política, ética y moral que las generaciones posteriores han dilapidado o disfrutado excepcionalmente. El marketing debería ayudar al pensamiento crítico, no a enajenarlo.
* Abogado especialista en Derecho Administrativo y candidato a Maestría en Derecho con énfasis en Derecho Público.
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